una especie de idiota. Hacemos por ella lo que podemos, porque no somos ricos. Por más que hemos escrito a su pueblo, hace seis meses que no nos contestan. Pensamos que su madre ha muerto. —¡Ah! —dijo el hombre, y volvió a quedar pen-sativo. De pronto Cosette vio la muñeca de las hijas de la Thenardier abandonada a causa del gato y dejada en tierra a pocos pasos de la mesa de cocina. Entonces dejó caer el sable, que sólo la satis-facía a medias, y luego paseó lentamente su mira-da alrededor de la sala. La Thenardier hablaba en voz baja con su marido y contaba dinero; Eponina y Azelma jugaban con el gato, los viajeros comían o bebían o cantaban y nadie se fijaba en ella. No había un momento que perder; salió de debajo de la mesa, se arrastró sobre las rodillas y las manos, llegó con presteza a la muñeca y la cogió. Un instante después estaba otra vez en su sitio, senta-da, inmóvil, vuelta de modo que diese sombra a la muñeca que tenía en los brazos. La dicha de jugar con una muñeca era tan poco frecuente para ella, que tenía toda la violencia de una vo-luptuosidad. Nadie la había visto, excepto el viajero. Esta alegría duró cerca de un cuarto de hora. Pero por mucha precaución que tomara Cosette, no vio que uno de los pies de la muñeca sobresa-lía, y que el fuego de la chimenea lo alumbraba con mucha claridad. Azelma lo vio y se lo mostró a Eponina. Las dos niñas quedaron estupefactas. ¡Cosette se había atrevido a tomar la muñeca! Eponina se levantó, y sin soltar el gato se acercó a su madre, y empezó a tirarle el vestido. —Déjame —dijo la madre—. ¿Qué quieres? —Madre —dijo la niña, señalando a Cosette con el dedo—, ¡mira! Esta, entregada al éxtasis de su posesión, no veía ni oía nada. El rostro de la Thenardier adquirió una expre-sión terrible. Gritó con una voz enronquecida por la indignación: —¡Cosette! 148
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