—¿Quién será este hombre? —se decía la mujer entre dientes—. Algún pobre asqueroso. No tiene un sueldo para cenar. ¿Me pagará siquiera la habi-tación? Con todo, suerte ha sido que no se le haya ocurrido la idea de robar el dinero que estaba en el suelo. En eso se abrió una puerta, y entraron Azelma y Eponina, dos niñas muy lindas, alegres y sanas, y vestidas con buenas ropas gruesas. Se sentaron al lado del fuego. Tenían una mu-ñeca a la que daban vueltas y más vueltas sobre sus rodillas, jugando y cantando. De vez en cuan-do alzaba Cosette la vista de su trabajo, y las miraba jugar con expresión lúgubre. De pronto la Thenardier advirtió que Cosette en vez de trabajar miraba jugar a las niñas. —¡Ah, ahora no me lo negarás! —exclamó—. ¡Es así como trabajas! ¡Ahora lo haré yo trabajar a latigazos! El desconocido, sin dejar su silla, se volvió hacia la Thenardier. —Señora —dijo sonriéndose casi con timidez—. ¡Dejadla jugar! —Es preciso que trabaje, puesto que come —replicó ella, con acritud—. Yo no la alimento por nada. —¿Pero qué es lo que hace? —continuó el des-conocido con una dulce voz que contrastaba ex-trañamente con su traje de mendigo. La Thenardier se dignó responder: —Está tejiendo medias para mis hijas que no las tienen, y que están con las piernas desnudas. El hombre miró los pies morados de la pobre Cosette, y continuó: —¿Y cuánto puede valer el par de medias, des-pués de hecho? —Lo menos treinta sueldos. —Compro ese par de medias —dijo el hombre, y añadió sacando del bolsillo una moneda de cinco francos y poniéndola sobre la mesa—, y lo 146

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=