—¿Has perdido acaso los quince sueldos? —au-lló la Thenardier—. ¿O me los quieres robar? Al mismo tiempo alargó el brazo hacia un látigo colgado en el rincón de la chimenea. Aquel ademán terrible dio a Cosette fuerzas para gritar: —¡Perdonadme, señora; no lo haré más! La Thenardier tomó el látigo. Entretanto, el hombre del abrigo amarillento había metido los dedos en el bolsillo, sin que nadie lo viera, ocupados como estaban los demás viajeros en beber o jugar a los naipes. Cosette se acurrucaba con angustia en el rin-cón de la chimenea, procurando proteger de los golpes sus pobres miembros medio desnudos. La Thenardier levantó el brazo. —Perdonad, señora —dijo el hombre—; pero vi caer una cosa del bolsillo del delantal de esa chica, y ha venido rodando hasta aquí. Quizá será la moneda perdida. Al mismo tiempo se inclinó y pareció buscar en el suelo un instante. Aquí está justamente —continuó, levantándose. Y dio una moneda de plata a la Thenardier. —Sí, ésta es —dijo ella. No era aquélla sino una moneda de veinte sueldos; pero la Thenardier salía ganando. La guar-dó en su bolsillo y se limitó a echar una mirada feroz a la niña diciendo: —¡Cuidado con que lo suceda otra vez! Cosette volvió a meterse en lo que la Thenar-dier llamaba su perrera y su mirada, fija en el viajero desconocido, tomó una expresión que no había tenido nunca, mezcla de una ingenua admi-ración y de una tímida confianza. 145

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