Tenía cerca de ocho años y representaba seis. Sus grandes ojos hundidos en una especie de sombra estaban casi apagados a fuerza de llorar. Los extremos de su boca tenían esa curvatura de la angustia habitual que se obser-va en los condenados y en los enfermos desahu-ciados. Toda su vestimenta consistía en un harapo que hubiera dado lástima en verano, y que inspi-raba horror en el invierno. La tela que vestía esta-ba llena de agujeros. Se le veía la piel por varias partes, y por doquiera se distinguían manchas azu-les o negras, que indicaban el sitio donde la The-nardier la había golpeado. Su mirada, su actitud, el sonido de su voz, sus intervalos entre una y otra palabra, su silencio, su menor gesto, expresa-ban y revelaban una sola idea: el miedo. De súbito la Thenardier dijo: —A propósito, ¿y el pan? Cosette, según era su costumbre cada vez que la Thenardier levantaba la voz, salió en seguida de debajo de la mesa. Había olvidado el pan completamente. Re-currió, pues, al recurso de los niños asustados. Mintió. —Señora, el panadero tenía cerrado. —¿Por qué no llamaste? —Llamé, señora. ¿Y qué? —No abrió. —Mañana sabré si es verdad —dijo la Thenar-dier—, y si mientes, verás lo que lo espera. Ahora, devuélveme la moneda de quince sueldos. Cosette metió la mano en el bolsillo de su delantal, y se puso lívida. La moneda de quince sueldos ya no estaba allí. —Vamos —dijo la Thenardier—, ¿me has oído? Cosette dio vuelta el bolsillo: estaba vacío. ¿Qué había sido del dinero? La pobre niña no halló una palabra para explicarlo. Estaba petrificada. 144

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