—¿Es el señor? —dijo. —Sí, señora —respondió el hombre llevando la mano al sombrero. Los viajeros ricos no son tan atentos. Esta acti-tud y la inspección del traje y del equipaje del forastero, a quien la Thenardier pasó revista de una ojeada, hicieron desaparecer la amable mue-ca, y reaparecer el gesto avinagrado. Le replicó, pues, secamente: —Entrad, buen hombre. El \"buen hombre\" entró. La Thenardier le echó una segunda mirada; examinó particularmente su abrigo entallado y amarillento que no podía estar más raído, y su sombrero algo abollado; y con un movimiento de cabeza, un fruncimiento de nariz y una guiñada de ojos, consultó a su marido, que continuaba bebiendo con los carreteros. El marido respondió con una imperceptible agitación del ín-dice, que quería decir: \"Que se largue\". Recibida esta contestación, la Thenardier exclamó: —Lo siento mucho, buen hombre, pero no hay habitación. —Ponedme donde queráis —dijo el hombre—, en el granero, o en la cuadra. Pagaré como si ocupara un cuarto. —Cuarenta sueldos. —¿Cuarenta sueldos? Sea. —¡Cuarenta sueldos! —murmuró por lo bajo un carretero a Thenardier—; ¡si no son más que veinte sueldos! —Para él son cuarenta —replicó la Thenardier, en el mismo tono—. Yo no admito pobres por menos. Entretanto el recién llegado, después de haber dejado sobre un banco su paquete y su bastón, se había sentado junto a una mesa, en la que Cosette se apresuró a poner una botella de vino y un vaso. La niña volvió a ocupar su sitio debajo de la mesa de la cocina, y se puso a tejer. El hombre la contemplaba con atención extraña. Cosette era fea, aunque si hubiese sido feliz, habría podido ser linda. 143

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