Como la taberna de Thenardier se hallaba en la parte norte de la aldea, tenía que ir Cosette por el agua a la fuente del bosque que estaba por el lado de Chelles. Ya no miró una sola tienda de juguetes. Cuanto más andaba más espesas se volvían las tinieblas. Pero mientras vio casas y paredes por los lados del camino, fue bastante animada. De vez en cuando veía luces a través de las rendijas de una ventana; allí había gente, y esto la tranquilizaba. Sin embargo, a medida que avanzaba iba ami-norando el paso maquinalmente. No era ya Mont-fermeil lo que tenía delante, era el campo, el espacio oscuro y desierto. Miró con desesperación aquella oscuridad. Arrojó una mirada lastimera ha-cia delante y hacia atrás. Todo era oscuridad. Tomó el camino de la fuente y echó a correr. Entró en el bosque corriendo, sin mirar ni escuchar nada. No detuvo su carrera hasta que le faltó la respiración, aunque no por eso interrumpió su marcha. No dirigía la vista ni a la derecha ni a la izquierda, por temor de ver cosas horribles en las ramas y entre la maleza. Llorando llegó a la fuente. Buscó en la oscuridad con la mano izquierda una encina inclinada hacia el manantial, que ha-bitualmente le servía de punto de apoyo; encon-tró una rama, se agarró a ella, se inclinó y metió el cubo en el agua. Mientras se hallaba inclinada así no se dio cuenta de que el bolsillo de su delantal se vaciaba en la fuente. La moneda de quince sueldos cayó al agua. Cosette no la vio ni la oyó caer. Sacó el cubo casi lleno, y lo puso sobre la hierba. Hecho esto quedó abrumada de cansancio. Sintió frío en las manos, que se le habían mojado al sacar el agua, y se levantó. El miedo se apoderó de ella otra vez, un miedo natural a insuperable. No tuvo más que un pen-samiento, huir; huir a todo escape por medio del campo, hasta las casas, hasta las ventanas, hasta las luces encendidas. Su mirada se fijó en el cubo que tenía delante. Tal era el terror que le inspiraba la Thenardier, que no se atrevió a huir sin el cubo de agua. Cogió el asa con las dos manos, y le costó trabajo levantarlo. Así anduvo unos doce pasos, pero el cubo estaba lleno, pesaba mucho, y tuvo que dejarlo en tierra. Respiró un instante, después volvió a coger el asa y echó a andar: esta vez anduvo un poco más. Pero se vio obligada a detenerse todavía. Después de algunos segundos de reposo, conti-nuó su camino. Andaba inclinada hacía adelante, y con la cabeza baja como una vieja. Quería acortar la duración de las paradas an-dando entre cada una el mayor tiempo posible. Pensaba con angustia que necesitaría más de 137

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