En aquel 1823 Thenardier se hallaba endeu-dado en unos mil quinientos francos de pago urgente. Cosette vivía en medio de esta pareja repug-nante y terrible, sufriendo su doble presión como una criatura que se viera a la vez triturada por una piedra de molino y hecha trizas por unas tenazas. El hombre y la mujer tenían cada uno su modo diferente de martirizar. Si Cosette era moli-da a golpes, era obra de la mujer; si iba descalza en el invierno era obra del marido. Cosette subía, bajaba, lavaba, cepillaba, frota-ba, barría, sudaba, cargaba con las cosas más pe-sadas; y débil como era se ocupaba de los traba-jos más duros. No había piedad para ella; tenía un ama feroz y un amo venenoso. La pobre niña sufría y callaba. III. Vino para los hombres y agua a los caballos Llegaron cuatro nuevos viajeros. Cosette pensaba tristemente que estaba oscuro ya, que había sido preciso llenar los jarros y las botellas en los cuartos de los viajeros recién llega-dos, y que no quedaba ya agua en la vasija. Lo que la tranquilizaba un poco era que en la casa de Thenardier no se bebía mucha agua. No faltaban personas que tuvieran sed, pero de esa sed que se aplaca más con el vino que con el agua. De pronto uno de los mercaderes ambulantes hospedados en el bodegón dijo con voz dura: —A mi caballo no le han dado de beber. —Sí, por cierto —dijo la mujer de Thenardier. —Os digo que no —contestó el mercader. Cosette había salido de debajo de la mesa. —¡Oh, sí, señor! —dijo—. El caballo ha bebido, y ha bebido en el cubo que estaba lleno, yo misma le he dado de beber, y le he hablado. Esto no era cierto. Cosette mentía. —Vaya una muchacha que parece un pajarillo y que echa mentiras del tamaño de una casa –dijo el mercader—. Te digo que no ha bebido, 134

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