sillas jugaba un gato pequeño. En la pieza conti-gua se oían las voces de Eponina y Azelma que reían y charlaban. De vez en cuando se oía desde el interior de la casa el grito de un niño de muy tierna edad. Era una criatura que la mujer de Thenardier había tenido en uno de los inviernos anteriores, sin saber por qué, según decía ella, y que tendría unos tres años. La madre lo había criado pero no lo quería. Y el pobre niño abando-nado lloraba en la oscuridad. II. Dos retratos completos En este libro no se ha visto aún a los Thenardier más que de perfil; ha llegado el momento de mirarlos por todas sus fases. Thenardier acababa de cumplir los cincuenta años; su esposa frisaba los cuarenta. La mujer de Thenardier era alta, rubia, colorada, gorda, grandota y ágil. Ella hacía todo en la casa; las camas, los cuartos, el lavado, la comida, a lluvia, el buen tiempo, el diablo. Por única criada tenía a Cosette, un ratoncillo al servicio de un elefante. Todo temblaba al sonido de su voz, los vidrios, los muebles y la gente. Juraba como un carretero, y se jactaba de par-tir una nuez de un puñetazo. Esta mujer no amaba más que a sus hijas y no temía más que a su marido. Thenardier era un hombre pequeño, delgado, pálido, anguloso, huesudo, endeble, que parecía enfermizo pero que tenía excelente salud. Poseía la mirada de una zorra y quería dar la imagen de un intelectual. Era astuto y equilibrado; silencioso o charlatán según la ocasión, y muy inteligente. jamás se emborrachaba; era un estafador redoma-do, un genial mentiroso. Pretendía haber servido en el ejército y conta-ba con toda clase de detalles que en Waterloo, siendo sargento de un regimiento, había luchado solo contra un escuadrón de Húsares de la Muer-te, y había salvado en medio de la metralla a un general herido gravemente. De allí venía el nom-bre de su taberna, \"El Sargento de Waterloo\", y la enseña pintada por él mismo. No tenía más que un pensamiento: enrique-cerse. Y no lo conseguía. A su gran talento le faltaba un teatro digno. Thenardier se arruinaba en Montfermeil y, sin embargo, este perdido hu-biera llegado a ser millonario en Suiza o en los Pirineos; mas el posadero tiene que vivir allí don-de la suerte lo pone. 133

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