LIBRO SEGUNDO. La caída I. La noche de un día de marcha En los primeros días del mes de octubre de 1815, como una hora antes de ponerse el sol, un hombre que viajaba a pie entraba en la pe-queña ciudad de D. Los pocos habitantes que en aquel momento estaban asomados a sus ven-tanas o en el umbral de sus casas, miraron a aquel viajero con cierta inquietud. Difícil sería hallar un transeúnte de aspecto más miserable. Era un hombre de mediana estatura, robusto, de unos cuarenta y seis a cuarenta y ocho años. Una gorra de cuero con visera calada hasta los ojos ocultaba en parte su rostro tostado por el sol y todo cubierto de sudor. Su camisa, de una tela gruesa y amarillenta, dejaba ver su velludo pecho; llevaba una corbata retorcida como una cuerda; un pantalón azul usado y roto; una vie-ja chaqueta gris hecha jirones; un morral de soldado a la espalda, bien repleto, bien cerrado y nuevo; en la mano un enorme palo nudoso, los pies sin medias, calzados con gruesos zapa-tos claveteados. Sus cabellos estaban cortados al rape y, sin embargo, erizados, porque comenzaban a crecer un poco y parecía que no habían sido cortados hacía algún tiempo. Nadie lo conocía. Evidentemente era forastero. ¿De dónde venía? Debía haber caminado todo el día, pues se veía muy fatigado. Se dirigió hacia el Ayuntamiento. Entró en él y volvió a salir un cuarto de hora después. Un gen-darme estaba sentado a la puerta. El hombre se quitó la gorra y lo saludó humildemente. Había entonces en D. una buena posada que, según la muestra, se titulaba \"La Cruz de Col-bas\", y hacia ella se encaminó el hombre. Entró en la cocina; todos los hornos estaban encendi-dos y un gran fuego ardía alegremente en la chimenea. El posadero estaba muy ocupado en vigilar la excelente comida destinada a unos ca-rreteros, a quienes se oía hablar 13

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