declaración de los derechos humanos. II. El campo de batalla por la noche Había luna llena aquel 18 de junio de 1815. La noche se complace algunas veces en ser testigo de horribles catástrofes, como la batalla de Water-loo. Después de disparado el último cañonazo, la llanura quedó desierta. Mientras Napoleón regresaba vencido a París, setenta mil hombres se desangraban poco a poco y algo de su paz se esparcía por el mundo. El Congreso de Viena firmó los tratados de .815 y Europa llamó a aquello \"la Restauración\". Eso fue Waterloo. La guerra puede tener bellezas tremendas, pero tiene también cosas muy feas. Una de las más sorprendentes es el rápido despojo de los muer-tos. El alba que sigue a una batalla amanece siem-pre para alumbrar cadáveres desnudos. Todo ejército tiene sus seguidores: seres murc-iélagos que engendra esa oscuridad que se lla-ma guerra. Especie de bandidos o mercenarios que van de uniforme, pero no combaten; falsos enfermos, contrabandistas, mendigos, granujas, traidores. A eso de las doce de esa noche vagaba un hombre: era uno de ellos que acudía a saquear Waterloo. De vez en cuando se detenía, revolvía la tierra, y luego escapaba. Iba escudriñando aquella inmensa tumba. De pronto se detuvo. Debajo de un montón de cadáveres sobresalía una mano abierta alumbrada por la luna. En uno de sus dedos brillaba un anillo. El hombre se inclinó y lo sacó, pero la mano se cerró y volvió a abrirse. Un hombre honra-do hubiera tenido miedo, pero éste se echó a reír. —¡Caramba! —dijo—. ¿Estará vivo este muerto? Se inclinó de nuevo y arrastró el cuerpo de entre los cadáveres. Era un oficial; tenía la cara destrozada por un sablazo, sus ojos estaban cerrados. Llevaba la cruz de plata de la Legión de Honor. El vagabun-do la arrancó y la guardó en su capote. Buscó en los bolsillos del oficial, 124
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