la ventana, me escapé y estoy aquí. Voy a subir a mi cuarto. Avisad a sor Simplicia, por favor. La portera obedeció de inmediato. Jean Valjean entró en su dormitorio. La portera había recogido entre las cenizas las dos conteras del bastón y la moneda de Gervasillo ennegrecida por el fuego. Las colocó sobre un papel en el que escribió: \"Estas son las conteras de mi garrote y la moneda robada de que hablé en el tribunal\". Y lo dejó bien a la vista. Envolvió luego en una fraza-da los dos candelabros del obispo. Entró sor Simplicia. —¿Queréis ver por última vez a esa pobre des-dichada? —preguntó. —No, Hermana, me persiguen y no quiero tur-bar su reposo. Apenas terminaba de hablar, se oyó un gran estruendo en la escalera y la portera que decía casi a gritos: —Señor, os juro que no ha entrado nadie aquí. Un hombre respondió: —Pero hay luz en ese cuarto. Era la voz de Javert. Jean Valjean apagó de un soplo la vela y se ocultó. Sor Simplicia cayó de rodillas. Entró Javert. La religiosa no levantó los ojos. Rezaba. Al verla, Javert se detuvo desconcertado. Se iba a retirar, pero antes dirigió una pregunta a sor Simplicia, que no había mentido en su vida. Javert la admiraba por esto. —Hermana —dijo—, ¿estáis sola? Pasó un momento terrible en que la portera creyó morir. —Sí —respondió la religiosa. —¿No habéis visto a un prisionero llamado Jean Valjean? 120

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