Simplicia ha referido muchas veces que mien-tras él hablaba a Fantina, vio aparecer clara-mente una inefable sonrisa en esos pálidos la-bios y en esa pupilas, llenas ya del asombro de la tumba. Jean Valjean le cerró los ojos, se arrodilló de-lante de la muerta y besó su mano. Después se levantó y dijo a Javert: —Ahora estoy a vuestra disposición. IV. Una tumba adecuada Javert se llevó a Jean Valjean a la cárcel del pue-blo. La detención del señor Magdalena produjo en M. una conmoción extraordinaria. Al instante lo abandonaron; en menos de dos horas se olvidó todo el bien que había hecho y no fue ya más que un presidiario. Sólo tres o cuatro personas del pueblo le fueron fieles, entre ellas la anciana por-tera que lo servía. La noche de ese mismo día, dicha portera estaba sentada en su cuarto, asustada aún, reflexionando tristemente. La fábrica había perma-necido cerrada el día entero; la puerta cochera estaba con el cerrojo echado. No había en la casa más que las dos religiosas, sor Simplicia y sor Perpetua, que velaban a Fantina. Hacia la hora en que el señor Magdalena solía recogerse, la portera se levantó maquinalmente, colgó la llave del dormitorio del alcalde en el clavo habitual, y puso al lado el candelabro que usaba para subir la escala, como si lo esperara. En seguida se volvió a sentar y prosiguió su medita-ción. De pronto se abrió la ventanilla de la portería, pasó una mano, tomó la llave y encendió una vela. La portera quedó como aturdida. Conocía aquella mano, aquel brazo, aquella manga. Era el señor Magdalena. —¡Dios mío, señor alcalde! —dijo cuando recu-peró el habla—. Yo os creía... —En la cárcel —dijo Jean Valjean—. Allá estaba, pero rompí un barrote de 119
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