creía tan estúpido! Me pides tres días para escaparte. ¿Dices que es para ir a buscar a la hija de esa mujer? ¡Qué gracioso! Y se echó a reír a carcajadas. Fantina se estre-meció. —¡Ir a buscar a mi hija! —exclamó—. ¿Que no está aquí? ¿Dónde está Cosette? ¡Quiero a mi hija, señor Magdalena! ¡Señor alcalde, por favor! Javert dio una patada en el suelo. Miró fija-mente a Fantina y dijo cogiendo nuevamente la corbata, la camisa y el cuello de Jean Valjean. —¡Cállate tú, bribona! ¡Qué país de porquería es éste donde los presidiarios son magistrados y donde se trata a las prostitutas como a condesas! Pero todo va a cambiar, ya verás. Te repito que aquí no hay señor Magdalena, ni señor alcalde. Sólo hay un ladrón, un bandido, un presidiario llamado Jean Valjean, y yo lo tengo en mis manos. Es todo lo que hay aquí. Fantina se enderezó al instante apoyándose en sus flacos brazos y en sus manos, miró a Jean Valjean, miró a Javert, miró a la religiosa; abrió la boca como para hablar, pero sólo salió un ron-quido del fondo de su garganta. Extendió los brazos con angustia, buscando algo como el que se ahoga, y después cayó a plomo sobre la almo-hada. Su cabeza chocó en la cabecera de la cama y cayó sobre el pecho con la boca abierta, lo mismo que los ojos. Estaba muerta. Jean Valjean abrió la mano que le tenía asida Javert como si fuera la mano de un niño, y le dijo con una voz que apenas se oía: —Habéis asesinado a esta mujer. Había en el rincón del cuarto una cama vieja; Jean Valjean arrancó en un segundo uno de los barrotes y amenazó con él a Javert. —Os aconsejo que no me molestéis en estos momentos —dijo. Se acercó al lecho de Fantina y permaneció a su lado un rato, mudo; en su rostro había una indescriptible expresión de compasión. Se inclinó hacia ella y le habló en voz baja. ¿Qué le dijo? ¿Qué podía decir aquel hom-bre que era un convicto a aquella mujer muerta? Nadie oyó sus palabras. ¿Las oyó la muerta? Sor 118

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