Y después dirigiéndose a Javert, le dijo: —Ya sé lo que queréis. —¡Vamos, pronto! —respondió Javert. Entonces Fantina vio una cosa extraordinaria. Vio que Javert, el soplón, cogía por el cuello al señor alcalde, y vio al señor alcalde bajar la cabe-za. Creyó que el mundo se derrumbaba. —¡Señor alcalde! —gritó. Javert se echó a reír con esa risa suya que mostraba todos los dientes. —No hay ya aquí ningún señor alcalde —dijo. Jean Valjean, sin tratar de deshacerse de la mano que lo sujetaba, murmuró: —Javert... —Llámame señor inspector. —Señor inspector —continuó Jean Valjean—, quie-ro deciros una palabra a solas. —Habla alto. A mí se me habla alto. Jean Valjean bajó más la voz. —Tengo que pediros un favor... —Te digo que hables alto. —Es que... Quiero que me escuchéis vos solo. —¡Y a mí qué me importa! —Concededme tres días susurró Jean Valjean—. Tres días para ir a buscar la hija de esta desdicha-da. Pagaré lo que sea, me acompañaréis si que-réis. —¿Bromeas? —exclamó Javert, hablando en voz muy alta—. ¡Vaya, no lo 117

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