El señor Magdalena entró en la habitación y se paró junto a la cama; miraba alternativamente a la enferma y al crucifijo, lo mismo que dos meses antes cuando la visitó por primera vez. El rezaba, ella dormía, pero en aquellos dos meses los cabe-llos de Fantina se habían vuelto grises y los de Magdalena blancos. Fantina abrió entonces los ojos, lo vio, y dijo sonriendo: —¿Y Cosette? El señor Magdalena respondió maquinalmente algunas palabras que nunca pudo recordar. Por fortuna el médico, que llegaba en ese momento y que sabía la situación, vino en su auxilio. —Hija mía, calmaos; vuestra hija está acá. Los ojos de Fantina se iluminaron y cubrieron de claridad todo su rostro. Cruzó las manos con una expresión que contenía toda la violencia y la dulzura de una ardiente oración. —¡Por favor —exclamó—, traédmela! —Aún no —dijo el médico—; en este momento no. Tenéis un poco de fiebre y el ver a vuestra hija os agitaría y os haría mal. Ante todo es preci-so que estéis bien. Ella lo interrumpió impetuosa. —¡Ya estoy bien! ¡Os digo que estoy bien! ¡Este médico es un burro, no entiende nada! ¡Lo único que quiero es ver a mi hija! —Ya veis —dijo el médico— cómo os agitáis. Mientras sigáis así, me opondré a que veáis a la niña. No basta que la veáis, es preciso que viváis para ella. Cuando estéis tranquila, os la traeré yo mismo. La pobre madre bajó la cabeza. —Señor doctor, os pido perdón; os pido per-dón humildemente. Esperaré todo el tiempo que queráis, pero os aseguro que no me hará mal ver a Cosette. Ya no tengo temperatura, casi estoy sana. Pero no me moveré para contentar a los que me cuidan, y cuando vean que estoy tranquila dirán: hay que traerle su hija a esta mujer. 114

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