al señor Magdalena y lo lleve a su casa... El señor Magdalena no lo dejó terminar la frase. Lo interrumpió con mansedumbre y autori-dad. —Os doy gracias, señor presidente, pero no estoy loco. Estabais a punto de cometer un grave error. Dejad a ese hombre. Cumplo con mi deber al de-nunciarme. Dios juzga desde allá arriba lo que hago en este momento; eso me basta. Podéis prenderme, puesto que estoy aquí. Me oculté largo tiempo con otro nombre; llegué a ser rico; me nombraron alcal-de; quise vivir entre los hombres honrados, mas parece que eso es ya imposible. No puedo contaros mi vida, algún día se sabrá. He robado al obispo, es verdad; he robado a Gervasillo, también es verdad. Tenéis razón al decir que Jean Valjean es un malva-do; pero la falta no es toda suya. Creedme, señores jueces, un hombre tan humillado como yo no debe quejarse de la Providencia, ni aconsejar a la socie-dad; pero la infamia de que había querido salir era muy grande; el presidio hace al presidiario. Antes de ir a la cárcel, era yo un pobre aldeano poco inteli-gente, una especie de idiota; el presidio me transformó. Era estúpido, me hice malvado. La bondad y la indulgencia me salvaron de la perdición a que me había arrastrado el castigo. Pero perdonadme, no podéis comprender lo que digo. Veo que el señor fiscal mueve la cabeza como diciendo: el señor Mag-dalena se ha vuelto loco. ¡No me creéis! Al menos, no condenéis a ese hombre. A ver, ¿esos no me conocen? Quisiera que estuviera aquí Javert, él me reconocería. Es imposible describir la melancolía triste y serena que acompañó a estas palabras. Volviéndose hacia los tres testigos, les dijo: —Tú, Brevet, ¿te acuerdas de los tirantes a cua-dros que tenías en el presidio? Brevet hizo un movimiento de sorpresa, y lo miró de pies a cabeza, asustado. —Chenildieu, tú tienes el hombro derecho que-mado porque lo tiraste un día sobre el brasero encendido, ¿no es verdad? —Es cierto —dijo Chenildieu. . 110

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