—Ujier —dijo el presidente—, imponed silencio. Voy a resumir los debates para dar por terminada la vista. En ese momento se oyó una voz que gritaba detrás del presidente: —¡Brevet, Chenildieu, Cochepaille! ¡Mirad aquí! Todos quedaron helados con esa voz, tan las-timoso era su acento. Las miradas se volvieron hacia el sitio de donde saliera. En el lugar destina-do a los espectadores privilegiados había un hom-bre que acababa de levantarse y, atravesando la puertecilla que lo separaba del tribunal, se había parado en medio de la sala. El presidente, el fis-cal, veinte personas lo reconocieron y exclamaron a la vez: —¡El señor Magdalena! V. Champmatbieu cada vez más asombrado Era él. Estaba muy pálido y temblaba ligeramente. Sus cabellos, grises aún cuando llegó a Arras, se habían vuelto completamente blancos. Había en-canecido en una hora. Se adelantó hacia los testigos y les dijo: —¿No me conocéis? Los tres quedaron mudos a indicaron con un movimiento de cabeza que no lo conocían. El señor Magdalena se volvió hacia los jurados y dijo con voz tranquila: —Señores jurados, mandad poner en libertad al acusado. Señor presidente, mandad que me pren-dan. El hombre a quien buscáis no es ése; soy yo. Yo soy Jean Valjean. Nadie respiraba. A la primera conmoción de asombro había sucedido un silencio sepulcral. El rostro del presidente reflejaba simpatía y tristeza. Cambió un gesto rápido con el fiscal y luego se dirigió al público y preguntó con un acento que fue comprendido por todos: —¿Hay algún médico entre los asistentes? Si lo hay, le ruego que examine 109

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