horrible realidad las escenas monstruosas de su pasado. Se sintió horrorizado, cerró los ojos, y excla-mó en lo más profundo de su alma: ¡Nunca! Allí estaba todo, era igual, la misma hora, casi las mismas caras de los jueces, de los soldados, de los espectadores. Solamente que ahora había un crucifijo sobre la cabeza del presidente, cosa que faltaba en la época de su condena. Cuando lo juzgaron a él, Dios estaba ausente. Buscó a Javert y no lo encontró. En el momento en que entró en la sala, la acusación decía que aquel hombre era un ladrón de frutas, un merodeador, un bandido, un antiguo presidiario, un malvado de los más peligrosos, un malhechor llamado Jean Valjean, a quien persigue la justicia hace mucho tiempo. El abogado defensor persistía en llamar Champmathieu al acusado y decía que nadie lo había visto escalar la pared ni robar la fruta. Pedía para él la corrección estipulada y no el castigo terrible de un reincidente. El fiscal en su réplica fue violento y florido, como lo son habitualmente los fiscales. Además de cien pruebas más —terminó di-ciendo—, lo reconocieron cuatro testigos: el ins-pector de policía Javert y tres de sus antiguos compañeros de ignominia, Brevet, Chenildieu y Cochepaille. Mientras hablaba el fiscal, el acusado escucha-ba con la boca abierta, con una especie de asom-bro no exento de admiración. Sólo decía: —¡Y todo por no haberle preguntado al señor Baloup! El fiscal hizo notar que esta aparente imbecili-dad del acusado era astucia, era el hábito de en-gañar a la justicia. Y pidió cadena perpetua. Llegaba el momento de cerrar el debate. El presidente mandó ponerse de pie al acusado y le hizo la pregunta de costumbre: —¿Tenéis algo que alegar en defensa propia? El hombre daba vueltas el gorro entre sus manos, como si no hubiera 106

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