Así pasó un cuarto de hora. Por fin inclinó la cabeza, suspiró con angustia, y volvió atrás. Cami-nó lentamente, como bajo un gran peso, como si alguien lo hubiera cogido en su fuga y lo trajera de vuelta. Entró de nuevo en la sala de deliberaciones. De pronto, sin saber cómo, se encontró cerca de la puerta, y la abrió. Estaba en la sala de la audiencia. IV. Un lugar donde empiezan a formarse algunas convicciones En un extremo de la sala, justamente donde él estaba, los jueces se mordían las uñas distraídos o cerraban los párpados. En el otro extremo se si-tuaba una multitud harapienta. Nadie hizo caso de él. Las miradas se fijaban en un punto único, en un banco de madera que se encontraba cerca de una puertecilla a la iz-quierda del presidente. En aquel banco había un hombre entre dos gendarmes. Era el acusado. Los ojos del señor Magdalena se dirigieron allí naturalmente, como si antes hubiesen visto ya el sitio que ocupaba. Y creyó verse a sí mismo, envejecido, no el mismo rostro, pero el mismo aspecto, con esa mirada salvaje, con la chaqueta que llevaba el día que llegó a D. lleno de odio, ocultando en su alma el espantoso tesoro de pen-samientos horribles acumulados en tantos años de presidio. Y se dijo, estremeciéndose: —¡Dios mío! ¿Me convertiré yo en eso? El hombre parecía tener a lo menos sesenta años; había en su rostro un no sé qué de rudeza, de estupidez, de espanto. Al ruido de la puerta, el presidente volvió la cabeza y saludó al señor Magdalena. El apenas lo notó. Era presa de una especie de alucinación; miraba solamente. Hacía veintisiete años había visto lo mismo; veía reaparecer en toda su 105

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