La violenta lucha que se libraba en su interior desde la víspera no había concluido; a cada mo-mento entraba en una nueva crisis. De súbito sacó su cartera, cogió un lápiz y un papel y escribió rápidamente estas palabras: \"Señor Magdalena, al-calde de M.\" Se dirigió al portero, le dio el papel y le dijo con voz de mando: —Entregad esto al señor presidente. El portero tomó el papel, lo miró y obedeció. III. Entrada de preferencia El magistrado de la audiencia que presidía el tri-buna de Arras conocía, como todo el mundo, aquel nombre profunda y universalmente respeta-do, y dio orden al portero de que lo hiciera pasar. Minutos después el viajero estaba en una es-pecie de gabinete de aspecto severo, alumbrado por dos candelabros. Aún tenía en los oídos las últimas palabras del portero que acababa de de-jarle: \"Caballero, ésta es la sala de las deliberacio-nes; no tenéis más que abrir esa puerta, y os hallaréis en la sala del tribunal, detrás del señor presidente\". Estaba solo. Había llegado el momento supre-mo. Trataba de recogerse en sí mismo y no podía conseguirlo. En las ocasiones en que el hombre tiene más necesidad de pensar en las realidades dolorosas de la vida, es precisamente cuando los hilos del pensamiento se rompen en el cerebro. Se encontraba en el sitio donde los jueces delibe-ran y condenan. En aquel aposento en que se habían roto tantas vidas, donde iba a resonar su nombre dentro de un instante. Poco a poco lo fue dominando el espanto. Gruesas gotas de sudor corrían por sus cabellos y bajaban por sus sienes. Hizo un gesto indescripti-ble, que quería decir: \"¿Quién me obliga a mí\'?\" Abrió la puerta por donde llegara y salió. Se en-contró en un pasillo largo y estrecho. No oyó nada por ningún lado, y huyó como si lo persi-guieran. Recorrió todo el pasillo, escuchó de nuevo. El mismo silencio y la misma sombra lo rodea-ban. Estaba sin aliento, temblaba; tuvo que apo-yarse en la pared. Allí, solo en aquella oscuridad, meditó. 104

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