lúgubre. Pensó en el porvenir. ¡Denunciarse! Se pintó con inmensa desesperación todo lo que tenía que abandonar y todo lo que tenía que volver a vivir. Tendría que despedirse de esa vida tan buena, tan pura; de las miradas de amor y agradecimien-to que se fijaban en él. En vez de eso pasaría por el presidio, el cepo, la chaqueta roja, la cadena al pie, el calabozo, y todos los horrores conocidos. ¡A su edad y después de lo que había sido! Si fuera joven todavía, pero anciano y ser tuteado por todo el mundo, humillado por el carcelero, apaleado; llevar los pies desnudos en los zapatos herrados; presentar mañana y tarde su pierna al martillo de la ronda que examina los grilletes. ¿Qué hacer, gran Dios, qué hacer? Así luchaba en medio de la angustia aquella alma infortunada. Mil ochocientos años antes, el ser misterioso en quien se resumen toda la santi-dad y todos los padecimientos de la humanidad, mientras que los olivos temblaban agitados por el viento salvaje de lo infinito, había también él apar-tado por un momento el horroroso cáliz que se le presentaba lleno de sombra y desbordante de ti-nieblas en las profundidades cubiertas de estre-llas. De pronto llamaron a la puerta de su cuarto. Tembló de pies a cabeza, y gritó con voz terrible: —¿Quién? —Yo, señor alcalde. Reconoció la voz de la portera, y dijo: —¿Qué ocurre? —Señor, van a ser las cinco de la mañana y aquí está el carruaje. —Ah, sí —contestó—, ¡el carruaje! Hubo un largo silencio. Se puso a examinar con aire estúpido la llama de la vela y a hacer pelotitas con el cerote. La portera esperó un rato hasta 102

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