y riesgo, cogió harapos, palo y morral, y los arrojó al fuego. El morral, al consumirse con los harapos que contenía, dejó ver una cosa que brillaba en la ceniza. Era una moneda de plata. Sin duda la moneda de cuarenta sueldos robada al saboyano. Pero no miraba el fuego; se seguía paseando. De repente su vista se fijó en los dos candeleros de plata. —Aún está allí Jean Valjean —pensó—. Hay que destruir eso. Y tomó los candelabros. Removió el fuego con uno de ellos. En ese momento le pareció oír dentro de sí una voz que gritaba: ¡Jean Valjean! ¡Jean Valjean! Sus cabellos se erizaron. —Muy bien —decía la voz—. Completa lo obra. Destruye esos candelabros. ¡Aniquila el pasado! ¡Ol-vida al obispo! ¡Olvídalo todo! ¡Condena a Champ-mathieu! ¡Apláudete! Ya está todo resuelto; un hom-bre, un inocente, cuyo único crimen es lo nombre, va a concluir sus días en la abyección y en el horror. ¡Muy bien! Sé hombre respetable, sigue siendo el señor alcalde, enriquece al pueblo, ali-menta a los pobres, educa a los niños, vive feliz, virtuoso y admirado, que mientras tú estás aquí rodeado de alegría y de luz, otro usará lo chaqueta roja, llevará lo nombre en la ignominia y arrastrará lo cadena en el presidio. Sí, lo has solucionado muy bien. ¡Ah, miserable! Oirás acá abajo muchas bendiciones, pero todas esas bendiciones caerán a tierra antes de llegar al cielo, y allá sólo llegará la maldición. Esta voz, débil al principio, se había elevado desde lo más profundo de su conciencia y llegaba a ser ruidosa. Se aterró. —¿Hay alguien ahí? —preguntó en voz alta. Y después añadió, con una risa que parecía la de un idiota—: ¡Qué tonto soy! ¡No puede haber nadie aquí! Había alguien. Pero el que allí estaba no era de los que el ojo humano puede ver. Dejó los candeleros en la chimenea. Volvió a su paseo monótono y 101

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=