desvalidos. Yo lo he. creado todo, le he dado vida; donde hay una chimenea que humea yo he puesto la leña. Si desaparezco todo muere. ¿Y esa mujer que ha padecido tanto? Si yo no estoy, ¿qué pasará? Ella morirá y la niña sabe Dios qué será de ella. ¿Y si no me presento? ¿Qué sucederá si no me presento? Ese hombre irá a presidio, pero ¡qué diablos!, es un ladrón, ¿no? No puedo hacerme la ilusión de que no ha roba-do: ha robado. Si me quedo aquí, en diez años ganaré diez millones; los reparto en el pueblo, yo no tengo nada mío, no trabajo para mí. Esa pobre mujer educa a su hija, y hay todo un pueblo rico y honrado. ¡Estaba loco cuando pensé en denun-ciarme! Debo meditarlo bien y no precipitarme. ¿Qué escrúpulos son estos que salvan a un culpable y sacrifican inocentes; que salvan a un viejo vagabundo a quien sólo le quedan unos pocos años de vida y que no será más desgraciado en el presidio que en su casa, y sacrifican a toda una población? ¡Esa pobre Cosette que no tiene más que a mí en el mundo, y que estará en este momento tiritando de frío en el tugurio de los Thenardier! Ahora sí que estoy en la verdad; ten-go la solución. Debía decidirme, y ya me he decidido. Esperemos. No retrocedamos, porque es me-jor para el interés general. Soy Magdalena, seguiré siendo Magdalena. Se miró en el espejo que estaba encima de la chimenea, y dijo: —Me consuela haber tomado una resolución. Ya soy otro. Dio algunos pasos y se detuvo de repente. —Hay todavía hilos que me unen a Jean Val-jean, y es necesario romperlos. Hay objetos que me acusarían, testigos mudos que deben desapa-recer. Sacó una llavecita de su bolsillo, y abrió una especie de pequeño armario empotrado en la pa-red. Sólo había en ese cajón unos andrajos: una chaqueta gris, un pantalón viejo, un morral y un grueso palo de espino. Los que vieron a Jean Valjean en la época en que pasó por D. en octu-bre de 1815, habrían reconocido fácilmente aque-llas miserables vestimentas. Las conservó, lo mismo que los candelabros de plata, para tener siempre presente su punto de partida. Pero ocultaba lo que era del presidio, y dejaba ver lo que era del obispo. Sin mirar aquellos objetos que guardara por tantos años con tanto cuidado 100

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