Los Miserables Victor Hugo textos.info Biblioteca digital abierta 1
Texto núm. 569 Título: Los Miserables Autor: Victor Hugo Etiquetas: Novela Editor: Edu Robsy Fecha de creación: 16 de junio de 2016 Fecha de modificación: 6 de septiembre de 2016 Edita textos.info Maison Carrée c/ Ramal, 48 07730 Alayor - Menorca Islas Baleares España Más textos disponibles en http://www.textos.info 2
PRIMERA PARTE. Fantina 3
LIBRO PRIMERO. Un justo I. Monseñor Myriel En 1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos setenta y cinco años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquí los rumo-res y las habladurías que habían circulado acerca de su persona cuando llegó por primera vez a su diócesis. Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del Parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pen-sando que heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstan-te este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pe-queña, elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la habían ocupado el mundo y la galantería. Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidas, acosadas, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel? El hundimiento de la antigua sociedad france-sa, la caída de su propia familia, los trágicos es-pectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de soledad? Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era sacerdote. En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura de Brignolles. Era ya anciano y vivía en un profundo retiro. Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a soli-citar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en que 4
el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesa-la se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napo-león, notando la curiosidad con que aquel ancia-no lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente: ¿Quién es ese buen hombre que me mira? Majestad —dijo el señor Myriel—, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira. Esa misma noche el Emperador pidió al carde-nal el nombre de aquel cura y algún tiempo des-pués el señor Myriel quedó sorprendido al saber que había sido nombrado obispo de D. Llegó a D. acompañado de su hermana, la se-ñorita Baptistina, diez años menor que él. Por toda servidumbre tenían a la señora Maglóire, una cria-da de la misma edad de la hermana del obispo. La señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves. Nunca había sido bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Irradiaba una transparencia a través de la cual se veía, no a la mujer, sino al ángel. La señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa de su actividad como de su asma. A su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio episcopal, con todos los honores dispues-tos por los decretos imperiales, que clasificaban al obispo inmediatamente después del mariscal de campo. Terminada la instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su obispo. II. El señorMyriel se convierte en monseñor Bienvenido El palacio episcopal de D. estaba contiguo al hos-pital, y era un vasto y hermoso edificio construido en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de honor muy amplio con galerías de arcos según la antigua costumbre florentina, los jardines plantados de magníficos árboles. 5
El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás. Tres días después de su llegada, el obispo visi-tó el hospital. Terminada la visita, le pidió al direc-tor que tuviera a bien acompañarlo a su palacio. —Señor director —le dijo una vez llegados allí—: ¿cuántos enfermos tenéis en este momento? Veintiséis, monseñor. —Son los que había contado —dijo el obispo. —Las camas —replicó el director— están muy próximas las unas a las otras. —Lo había notado. —Las salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente. —Me había parecido lo mismo. —Y luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para los conva-lecientes. También me lo había figurado. —En tiempo de epidemia, este año hemos teni-do el tifus, se juntan tantos enfermos; más de ciento, que no sabemos qué hacer. —Ya se me había ocurrido esa idea. —¡Qué queréis, monseñor! —dijo el director—: es menester resignarse. Esta conversación se mantenía en el comedor del piso bajo. El obispo calló un momento; luego, volvién-dose súbitamente hacia el director del hospital, preguntó: ¿Cuántas camas creéis que podrán caber en esta sala? —¿En el comedor de Su Ilustrísima?? exclamó el director estupefacto. 6
El obispo recorría la sala con la vista, y pare-cía que sus ojos tomaban medidas y hacían cálcu-los. —Bien veinte camas —dijo como hablando con-sigo mismo; después, alzando la voz, añadió: Mirad, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital sois veintiséis personas repar-tidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros somos aquí tres y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, os digo; vos tenéis mi casa y yo la vuestra. Devolvedme la mía, pues aquí estoy en vuestra casa. Al día siguiente, los veintiséis enfermos esta-ban instalados en el palacio del obispo, y éste en el hospital. Monseñor Myriel no tenía bienes. Su hermana cobraba una renta vitalicia de quinientos francos y monseñor Myriel recibía del Estado, como obispo, una asignación de quince mil francos. El día mis-mo en que se trasladó a vivir al hospital, el prela-do determinó de una vez para siempre el empleo de esta suma, del modo que consta en la nota que transcribimos aquí, escrita de su puño y letra: Lista de dos gastos de mi casa — Para el seminario 1500 — Congregación de la misión 100 — Para los lazaristas de Montdidier 100 — Seminario de las misiones extranjeras de París 200 — Congregación del Espíritu Santo 150 — Establecimientos religiosos de la Tierra Santa 100 — Sociedades para madres solteras 350 — Obra para mejora de las prisiones 400 — Obra para el alivio y rescate de los presos 500 — Para libertar a padres de familia presos por deudas 1000 7
— Suplemento a la asignación de los maestros de escuela de la diócesis 2000 — Cooperativa de los Altos Alpes 100 — Congregación de señoras para la enseñanza gratuita de niñas pobres 1500 — Para los pobres 6000 — Mi gasto personal 1000 Total 15000 Durante todo el tiempo que ocupó el obispa-do de D., monseñor Myriel no cambió en nada este presupuesto, que fue aceptado con absoluta sumisión por la señorita Baptistina. Para aquella santa mujer, monseñor Myriel era a la vez su her-mano y su obispo; lo amaba y lo veneraba con toda su sencillez. Al cabo de algún tiempo afluyeron las ofren-das de dinero. Los que tenían y los que no tenían llamaban a la puerta de monseñor Myriel, los unos yendo a buscar la limosna que los otros acababan de depositar. En menos de un año el obispo llegó a ser el tesorero de todos los beneficios, y el cajero de todas las estrecheces. Grandes sumas pasaban por sus manos pero nada hacía que cam-biara o modificase su género de vida, ni que aña-diera lo más ínfimo de lo superfluo a lo que le era puramente necesario. Lejos de esto, como siempre hay abajo más miseria que fraternidad arriba, todo estaba, por decirlo así, dado antes de ser recibido. Es costumbre que los obispos encabecen con sus nombres de bautismo sus escritos y cartas pastorales. Los pobres de la comarca habían elegi-do, con una especie de instinto afectuoso, de to-dos los nombres del obispo aquel que les ofrecía una significación adecuada; y entre ellos sólo le designaban como monseñor Bienvenido. Haremos lo que ellos y lo llamaremos del mismo modo cuando sea ocasión. Por lo demás, al obispo le agradaba esta designación. —Me gusta ese nombre —decía: Bienvenido suaviza un poco lo de 8
monseñor. III. Las obras en armonía con las palabras Su conversación era afable y alegre; se acomoda-ba a la mentalidad de las dos ancianas que pasa-ban la vida a su lado: cuando reía, era su risa la de un escolar. La señora Magloire lo llamaba siempre \"Vues-tra Grandeza\". Un día monseñor se levantó de su sillón y fue a la biblioteca a buscar un libro. Estaba éste en una de las tablas más altas del estante, y como el obispo era de corta estatura, no pudo alcanzarlo. —Señora Magloire —dijo—, traedme una silla, por-que mi Grandeza no alcanza a esa tabla. No condenaba nada ni a nadie apresurada-mente y sin tener en cuenta las circunstancias; y solía decir: Veamos el camino por donde ha pasado la falta. Siendo un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo, no tenía ninguna de las aspe-rezas del rigorismo, y profesaba muy alto, sin cuidarse para nada de ciertos fruncimientos de cejas, una doctrina que podría resumirse en estas palabras: \"El hombre tiene sobre sí la carne, que es a la vez su carga y su tentación. La lleva, y cede a ella. Debe vigilarla, contenerla, reprimirla; mas si a pesar de sus esfuerzos cae, la falta así cometida es venial. Es una caída; pero caída sobre las rodillas, que puede transformarse y acabar en oración\". Frecuentemente escribía algunas líneas en los márgenes del libro que estaba leyendo. Como éstas: \"Oh, Vos, ¿quién sois? El Eclesiástico os llama Todopoderoso; los Macabeos os nombran Crea-dor; la Epístola a los Efesios os llama .Libertad; Baruch os nombra Inmensidad; los Salmos os llaman Sabiduría y Verdad; Juan os llama Luz; los reyes os nombran Señor; el Éxodo os apellida Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras, Justi-cia; la creación os llama Dios; el hombre os llama Padre; pero Salomón os llama Misericordia, 9
y éste es el más bello de vuestros nombres\". En otra parte había escrito: \"No preguntéis su nombre a quien os pide asilo. Precisamente quien más necesidad tiene de asilo es el que tiene más dificultad en decir su nombre\". Añadía también: \"A los ignorantes enseñadles lo más que po-dáis; la sociedad es culpable por no dar instruc-ción gratis; es responsable de la oscuridad que con esto produce. Si un alma sumida en las tinie-blas comete un pecado, el culpable no es en realidad el que peca, sino el que no disipa las tinieblas\". Como se ve, tenía un modo extraño y peculiar de juzgar las cosas. Sospecho que lo había toma-do del Evangelio. Un día oyó relatar una causa célebre que se estaba instruyendo, y que muy pronto debía sen-tenciarse. Un infeliz, por amor a una mujer y al hijo que de ella tenía, falto de todo recurso, había acuñado moneda falsa. En aquella época se casti-gaba este delito con la pena de muerte. La mujer fue apresada al poner en circulación la primera moneda falsa fabricada por el hombre. El obispo escuchó en silencio. Cuando concluyó el relato, preguntó: —¿Dónde se juzgará a ese hombre y a esa mujer? —En el tribunal de la Audiencia. Y replicó: ¿Y dónde juzgarán al fiscal? Cuando paseaba apoyado en un gran bastón, se diría que su paso esparcía por donde iba luz y animación. Los niños y los ancianos salían al um-bral de sus puertas para ver al obispo. Bendecía y lo bendecían. A cualquiera que necesitara algo se le indicaba la casa del obispo. Visitaba a los pobres mientras tenía dinero, y cuando éste se le acababa, visitaba a los ricos. Hacía durar sus sotanas mucho tiempo, y como no quería que nadie lo notase, nunca se presenta-ba en público sino con su traje de obispo, lo cual en verano le molestaba un poco. 10
Su comida diaria se componía de algunas le-gumbres cocidas en agua, y de una sopa. Ya dijimos que la casa que habitaba tenía sólo dos pisos. En el bajo había tres piezas, otras tres en el alto, encima un desván, y detrás de la casa, el jardín; el obispo habitaba el bajo. La primera pieza, que daba a la calle, le servía de comedor; la segunda, de dormitorio, y de orato-rio la tercera. No se podía salir del oratorio sin pasar por el dormitorio, ni de éste sin pasar por el comedor. En el fondo del oratorio había una alcoba cerrada, con una cama para cuando llega-ba algún huésped. El obispo solía ofrecer esta cama a los curas de aldea, cuyos asuntos parro-quiales los llevaban a D. Había además en el jardín un establo, que era la antigua cocina del hospital, y donde el obispo tenía dos vacas. Cualquiera fuera la cantidad de leche que éstas dieran, enviaba invariablemente todas las mañanas la mitad a los enfermos del hospital. \"Pago mis diezmos\", decía. Un aparador, convenientemente revestido de mantelitos blancos, servía de altar y adornaba el oratorio de Su Ilustrísima. —Pero el más bello altar —decía— es el alma de un infeliz consolado en su infortunio, y que da gracias a Dios. No es posible figurarse nada más sencillo que el dormitorio del obispo. Una puerta—ventana que daba al jardín; enfrente, la cama, una cama de hospital, con colcha de sarga verde; detrás de una cortina, los utensilios de tocador, que revelaban todavía los antiguos hábitos elegantes del hombre de mundo; dos puertas, una cerca de la chimenea que daba paso al oratorio; otra cerca de la biblio-teca que daba paso al comedor. La biblioteca era un armario grande con puertas vidrieras, lleno de libros; la chimenea era de madera, pero pintada imitando mármol, habitualmente sin fuego. Enci-ma de la chimenea, un crucifijo de cobre, que en su tiempo fue plateado, estaba clavado sobre ter-ciopelo negro algo raído y colocado bajo un dosel de madera; cerca de la puerta—ventana había una gran mesa con un tintero, repleta de papeles y gruesos libros. La casa, cuidada por dos mujeres, respiraba de un extremo al otro una exquisita limpieza. Era el único lujo que el obispo se permitía. De él decía: \"Esto no les quita nada a los pobres\". 11
Menester es confesar, sin embargo, que le que-daban de lo que en otro tiempo había poseído seis cubiertos de plata y un cucharón, que la señora Magloire miraba con cierta satisfacción to-dos los días relucir espléndidamente sobre el blanco mantel de gruesa tela. Y como procuramos pintar aquí al obispo de D. tal cual era, debemos añadir que más de una vez había dicho: \" Renunciaría difícilmente a comer con cubiertos que no fuesen de plata\". A estas alhajas deben añadirse dos grandes candeleros de plata maciza que eran herencia de una tía abuela. Aquellos candeleros sostenían dos velas de cera, y habitualmente figuraban sobre la chimenea del obispo. Cuando había convidados a cenar, la señora Magloire encendía las dos velas y ponía los dos candelabros en la mesa. A la cabecera de la cama del obispo, había pequeña alacena, donde la señora Magloire guardaba todas las noches los seis cubiertos de plata y el cucharón. Debemos añadir que nunca quitaba la llave de la cerradura. La señora Magloire cultivaba legumbres en el jardín; el obispo, por su parte, había sembrado flores en otro rincón. Crecían también algunos árboles frutales. Una vez, la señora Magloire dijo a Su Ilustrísi-ma con cierta dulce malicia: —Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un pedazo de tierra inútil. Más valdría que eso produjera frutos que flores. —Señora Magloire —respondió el obispo—, os engañáis: lo bello vale tanto como lo útil. Y añadió después de una pausa: Tal vez más. 12
LIBRO SEGUNDO. La caída I. La noche de un día de marcha En los primeros días del mes de octubre de 1815, como una hora antes de ponerse el sol, un hombre que viajaba a pie entraba en la pe-queña ciudad de D. Los pocos habitantes que en aquel momento estaban asomados a sus ven-tanas o en el umbral de sus casas, miraron a aquel viajero con cierta inquietud. Difícil sería hallar un transeúnte de aspecto más miserable. Era un hombre de mediana estatura, robusto, de unos cuarenta y seis a cuarenta y ocho años. Una gorra de cuero con visera calada hasta los ojos ocultaba en parte su rostro tostado por el sol y todo cubierto de sudor. Su camisa, de una tela gruesa y amarillenta, dejaba ver su velludo pecho; llevaba una corbata retorcida como una cuerda; un pantalón azul usado y roto; una vie-ja chaqueta gris hecha jirones; un morral de soldado a la espalda, bien repleto, bien cerrado y nuevo; en la mano un enorme palo nudoso, los pies sin medias, calzados con gruesos zapa-tos claveteados. Sus cabellos estaban cortados al rape y, sin embargo, erizados, porque comenzaban a crecer un poco y parecía que no habían sido cortados hacía algún tiempo. Nadie lo conocía. Evidentemente era forastero. ¿De dónde venía? Debía haber caminado todo el día, pues se veía muy fatigado. Se dirigió hacia el Ayuntamiento. Entró en él y volvió a salir un cuarto de hora después. Un gen-darme estaba sentado a la puerta. El hombre se quitó la gorra y lo saludó humildemente. Había entonces en D. una buena posada que, según la muestra, se titulaba \"La Cruz de Col-bas\", y hacia ella se encaminó el hombre. Entró en la cocina; todos los hornos estaban encendi-dos y un gran fuego ardía alegremente en la chimenea. El posadero estaba muy ocupado en vigilar la excelente comida destinada a unos ca-rreteros, a quienes se oía hablar 13
y reír ruidosa-mente en la pieza inmediata. Al oír abrirse la puerta preguntó sin apartar la vista de sus cace-rolas: —¿Qué ocurre? —Cama y comida —dijo el hombre. —A1 momento —replicó el posadero. Entonces volvió la cabeza, dio una rápida ojea-da al viajero, y añadió: —Pagando, por supuesto. El hombre sacó una bolsa de cuero del bolsi-llo de su chaqueta y contestó: —Tengo dinero. —En ese caso, al momento os atiendo. El hombre guardó su bolsa; se quitó el morral, conservó su palo en la mano, y fue a sentarse en un banquillo cerca del fuego. Entretanto el dueño de casa, yendo y viniendo de un lado para otro, no hacía más que mirar al viajero. —¿Se come pronto? —preguntó éste. —En seguida —dijo el posadero. Mientras el recién llegado se calentaba con la espalda vuelta al posadero, éste sacó un lápiz del bolsillo, rasgó un pedazo de periódico, escribió en el margen blanco una línea o dos, lo dobló sin cerrarlo, y entregó aquel papel a un muchacho que parecía servirle a la vez de pinche y de cria-do; después dijo una palabra al oído del chico y éste marchó corriendo en dirección al Ayunta-miento. El viajero nada vio. Volvió a preguntar otra vez: —¿Comeremos pronto? —En seguida. 14
Volvió el muchacho: traía un papel. El hués-ped lo desdobló apresuradamente como quien está esperando una contestación. Leyó atenta-mente, movió la cabeza y permaneció pensativo. Por fin dio un paso hacia el viajero que parecía sumido en no muy agradables ni tranquilas re-flexiones. —Buen hombre —le dijo—, no puedo recibiros en mi casa. El hombre se enderezó sobre su asiento. —¡Cómo! ¿Teméis que no pague el gasto? ¿Que-réis cobrar anticipado? Os digo que tengo dinero. —No es eso. —¿Pues qué? —Vos tenéis dinero. —He dicho que sí. —Pero yo —dijo el posadero— no tengo cuarto que daros. El hombre replicó tranquilamente: —Dejadme un sitio en la cuadra. —No puedo. —¿Por qué? —Porque los caballos la ocupan toda. —Pues bien —insistió el viajero—, ya habrá un rincón en el pajar, y un poco de paja no faltará tampoco. Lo arreglaremos después de comer. —No puedo daros de comer. Esta declaración hecha con tono mesurado pero firme, pareció grave al forastero, el cual se levantó y dijo: —¡Me estoy muriendo de hambre! Vengo cami-nando desde que salió el sol; pago y quiero co-mer. 15
—Yo no tengo qué daros —dijo el posadero. El hombre soltó una carcajada y volviéndose hacia los hornos, preguntó: —¿Nada? ¿Y todo esto? Todo esto está ya comprometido por los ca-rreteros que están allá dentro. —¿Cuántos son? —Doce. —Allí hay comida para veinte. —Lo han encargado todo, y además me lo han pagado adelantado. El hombre se sentó, y sin alzar la voz dijo: —Estoy en la hostería; tengo hambre y me quedo. El posadero se inclinó entonces hacia él, y le dijo con un acento que le hizo estremecer: —Marchaos. El viajero estaba en aquel momento encorva-do, y empujaba algunas brasas con la contera de su garrote. Se volvió bruscamente, y como abriera la boca para replicar, el huésped lo miró fijamente y añadió en voz baja: —Mirad, basta de conversación. ¿Queréis que os diga vuestro nombre? Os llamáis Jean Valjean. Ahora, ¿queréis que os diga también lo que sois? Al veros entrar sospeché algo; envié a preguntar al Ayuntamiento, y ved lo que me han contestado: ¿sabéis leer? Al hablar así presentaba al viajero el papel que acababa de ir desde la hostería a la alcaldía y de ésta a aquélla. El hombre fijó en él una mirada. Bajó la cabeza, recogió el morral y se marchó. Caminó algún tiempo a la ventura por calles que no conocía, olvidando el cansancio, como sucede cuando el ánimo está triste. De pronto se sintió aguijoneado por el hambre; la noche se acercaba. Miró en derredor para 16
ver si descubría alguna humilde taberna donde pasar la noche. Precisamente ardía una luz al extremo de la calle y hacia allí se dirigió. Era en efecto una taberna. El viajero se detuvo un momento, miró por los vidrios de la sala, iluminada por una pequeña lámpara colocada sobre una mesa y por un gran fuego que ardía en la chimenea. Algu-nos hombres bebían. El tabernero se calentaba. La llama hacía cocer el contenido de una marmi-ta de hierro, colgada de una cadena en medio del hogar. El viajero no se atrevió a entrar por la puerta de la calle. Entró en el corral, se detuvo de nuevo, luego levantó tímidamente el pestillo y empujó la puerta. —¿Quién va? —dijo el amo. —Uno que quiere comer y dormir. Las dos cosas pueden hacerse aquí. Entró. Todos se volvieron hacia él. El taberne-ro le dijo: —Aquí tenéis fuego. La cena se cuece en la marmita; venid a calentaros. El viajero fue a sentarse junto al hogar y ex-tendió hacia el fuego sus pies doloridos por el cansancio. Dio la casualidad que uno de los que estaban sentados junto a la mesa antes de ir allí había estado en la posada de La Cruz de Colbas. Desde el sitio en que estaba hizo al tabernero una seña imperceptible. Este se acercó a él y hablaron algunas palabras en voz baja. El tabernero se acercó a la chimenea, puso bruscamente la mano en el hombro del viajero y le dijo: —Vas a largarte de aquí. El viajero se volvió, y contestó con dulzura: —¡Ah! ¿Sabéis...? —Sí. —¿Que no me han admitido en la posada? 17
—Y yo lo echo de aquí. —Pero, ¿dónde queréis que vaya? —A cualquier parte. El hombre cogió su garrote y su morral y se marchó. Pasó por delante de la cárcel. A la puerta colgaba una cadena de hierro unida a una campa-na. Llamó. Abriose un postigo. —Buen carcelero —le dijo quitándose respetuo-samente la gorra—, ¿queréis abrirme y darme aloja-miento por esta noche? Una voz le contestó: —La cárcel no es una posada. Haced que os prendan y se os abrirá. El postigo volvió a cerrarse. Entró en una callejuela a la cual daban mu-chos jardines. El viento frío de los Alpes comenza-ba a soplar. A la luz del expirante día el forastero descubrió una caseta en uno de aquellos jardines que costeaban la calle. Pensó que sería alguna choza de las que levantan los peones camineros a orillas de las carreteras. Sentía frío y hambre. Esta-ba resignado a sufrir ésta, pero contra el frío que-ría encontrar un abrigo. Generalmente esta clase de chozas no están habitadas por la noche. Logró penetrar a gatas en su interior. Estaba caliente, y además halló en ella una buena cama de paja. Se quedó por un momento tendido en aquel lecho, agotado. De pronto oyó un gruñido: alzó los ojos y vio que por la abertura de la choza asomaba la cabeza de un mastín enorme. El sitio en donde estaba era una perrera. Se arrastró fuera de la choza como pudo, no sin agrandar los desgarrones de su ropa. Salió de la ciudad, esperando encontrar algún árbol o alguna pila de heno que le diera abrigo. Pero hay momentos en que hasta la naturaleza parece hostil; volvió a la ciudad. Serían como las ocho de la noche. Como no conocía las calles, volvió a comenzar su paseo a la ventura. Cuando pasó por la plaza de la catedral, enseñó el puño a la iglesia en señal de amenaza. Destrozado por el cansancio, y no esperando ya nada se echó sobre un banco de piedra. Una anciana salía de la iglesia en aquel momen-to, y vio a aquel hombre tendido en la oscuridad. 18
—¿Qué hacéis, buen amigo? —le preguntó. —Ya lo veis, buena mujer, me acuesto —le con-testó con voz colérica y dura. —¿Por qué no vais a la posada? —Porque no tengo dinero. —¡Ah, qué lástima! —dijo la anciana—. No llevo en el bolsillo más que cuatro sueldos. —Dádmelos. El viajero tomó los cuatro sueldos. —Con tan poco no podéis alojaros en una po-sada —continuó ella—. ¿Habéis probado, sin embargo? ¿Es posible que paséis así la noche? Tendréis sin duda frío y hambre. Debieran recibiros por caridad. —He llamado a todas las puertas y de todas me han echado. La mujer tocó el hombro al viajero, y le señaló al otro extremo de la plaza una puerta pequeña al lado del palacio arzobispal. —¿Habéis llamado —repitió— a todas las puertas? —Sí. —¿Habéis llamado a aquélla? —No. —Pues llamad allí. II. La prudencia aconseja a la sabiduría Aquella noche el obispo de D., después de dar un paseo por la ciudad, permaneció hasta bastante tarde encerrado en su cuarto. A las ocho trabajaba todavía con un voluminoso libro abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloire entró, según su costumbre, a sacar la plata del 19
cajón colocado junto a la cama. Poco después el obispo, sabiendo que su her-mana lo esperaba para cenar, cerró su libro y entró en el comedor. En ese momento, la señora Magloire hablaba con singular viveza. Se refería a un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba ya acostumbrado. Tratábase del cerrojo de la puerta principal. Parece que yendo a hacer algunas compras para la cena había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Se hablaba de un vagabundo de mala catadura; se decía que había llegado un hom-bre sospechoso, que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podían tener un mal encuentro los que aquella noche se olvidaran de recoger-se temprano y de cerrar bien sus puertas. —Hermano, ¿oyes lo que dice la señora Magloire? —preguntó la señorita Baptistina. —He oído vagamente algo —contestó el obispo. Después, levantando su rostro cordial y fran-camente alegre, iluminado por el resplandor del fuego, añadió: —Veamos: ¿qué hay? ¿Qué sucede? ¿Nos ame-naza algún peligro? Entonces la señora Magloire comenzó de nue-vo su historia, exagerándola un poco sin querer y sin advertirlo. Decíase que un gitano, un desarrapa-do, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la ciudad. Había tratado de quedarse en la po-sada, donde no se le quiso recibir. Se le había visto vagar por las calles al obscurecer. Era un hombre de aspecto terrible, con un morral y un bastón. —¿De veras? —dijo el obispo. —Y como monseñor nunca pone llave a la puerta y tiene la costumbre de permitir siempre que entre cualquiera... En ese momento se oyó llamar a la puerta con violencia. —¡Adelante! —dijo el obispo. 20
III. Heroísmo de la obediencia pasiva La puerta se abrió. Pero se abrió de par en par, como si alguien la empujase con energía y resolución. Entró un hombre. A este hombre lo conocemos ya. Era el viajero a quien hemos visto vagar buscando asilo. Entró, dio un paso y se detuvo, dejando detrás de sí la puerta abierta. Llevaba el morral a la espalda; el palo en la mano; tenía en los ojos una expresión ruda, audaz, cansada y violenta. Era una aparición siniestra. La señora Magloire no tuvo fuerzas para lan-zar un grito. Se estremeció y quedó muda a inmó-vil como una estatua. La señorita Baptistina se volvió, vio al hombre que entraba, y medio se incorporó, aterrada. Lue-go miró a su hermano, y su rostro adquirió una expresión de profunda calma y serenidad. El obispo fijaba en el hombre una mirada tran-quila. Al abrir los labios sin duda para preguntar al recién llegado lo que deseaba, éste apoyó ambas manos en su garrote, posó su mirada en el ancia-no y luego en las dos mujeres, y sin esperar a que el obispo hablase dijo en alta voz: —Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado en presidio diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo a Pontarlier. Vengo caminando desde Tolón. Hoy anduve doce leguas a pie. Esta tarde, al llegar a esta ciudad, entré en una posada, de la cual me despidieron a causa de mi pasaporte amarillo, que había presen-tado en la alcaldía, como es preciso hacerlo. Fui a otra posada, y me echaron fuera lo mismo que en la primera. Nadie quiere recibirme. He ido a la cárcel y el carcelero no me abrió. Me metí en una perrera, y el perro me mordió. Parece que sabía quién era yo. Me fui al campo para dormir al cielo raso; pero ni aun eso me fue posible, porque creí que iba a llover y que no habría un buen Dios que impidiera la lluvia; y volví a entrar en la ciudad para buscar en ella el quicio de una puer-ta. Iba a echarme ahí en la plaza sobre una pie-dra, cuando una buena mujer me ha señalado vuestra casa, y me ha dicho: llamad ahí. He llama-do: ¿Qué casa es ésta? ¿Una posada? Tengo dinero. Ciento nueve francos y quince sueldos que he ganado en presidio con mi trabajo en diecinueve años. Pagaré. Estoy muy cansado y tengo hambre: ¿queréis que me quede? 21
—Señora Magloire —dijo el obispo—, poned un cubierto más. El hombre dio unos pasos, y se acercó al velón que estaba sobre la mesa. —Mirad —dijo—, no me habéis comprendido bien: soy un presidiario. Vengo de presidio y sacó del bolsillo una gran hoja de papel amarillo que des-dobló—. Ved mi pasaporte amarillo: esto sirve para que me echen de todas partes. ¿Queréis leerlo? Lo leeré yo; sé leer, aprendí en la cárcel. Hay allí una escuela para los que quieren aprender. Ved lo que han puesto en mi pasaporte: \"Jean Valjean, presi-diario cumplido, natural de...\" esto no hace al caso... \"Ha estado diecinueve años en presidio: cinco por robo con fractura; catorce por haber intentado evadirse cuatro veces. Es hombre muy peligroso.\" Ya lo veis, todo el mundo me tiene miedo. ¿Queréis vos recibirme? ¿Es esta una posa-da? ¿Queréis darme comida y un lugar donde dor-mir? ¿Tenéis un establo? —Señora Magloire —dijo el obispo—, pondréis sábanas limpias en la cama de la alcoba. La señora Magloire salió sin chistar a ejecutar las órdenes que había recibido. El obispo se volvió hacia el hombre y le dijo: —Caballero, sentaos junto al fuego; dentro de un momento cenaremos, y mientras cenáis, se os hará la cama. La expresión del rostro del hombre, hasta en-tonces sombría y dura, se cambió en estupefacción, en duda, en alegría. Comenzó a balbucear como un loco: ¿Es verdad? ¡Cómo! ¿Me recibís? ¿No me echáis? ¿A mí? ¿A un presidiario? ¿Y me llamáis caballero? ¿Y no me tuteáis? ¿Y no me decís: \"¡sal de aquí, perro!\" como acostumbran decirme? Yo creía que tampoco aquí me recibirían; por eso os dije en seguida lo que soy. ¡Oh, gracias a la buena mujer que me envió a esta casa voy a cenar y a dormir en una cama con colchones y sábanas como todo el mundo! ¡Una cama! Hace diecinueve años que no me acuesto en una cama. Sois personas muy buenas. Tengo dinero: pagaré bien. Dispensad, señor posadero: ¿cómo os llamáis? Pagaré todo lo que queráis. Sois un hombre excelente. Sois el posadero, ¿no es verdad? 22
—Soy —dijo el obispo— un sacerdote que vive aquí. —¡Un sacerdote! —dijo el hombre—. ¡Oh, un buen sacerdote! Entonces ¿no me pedís dinero? Sois el cura, ¿no es esto? ¿El cura de esta iglesia? Mientras hablaba había dejado el saco y el palo en un rincón, guardado su pasaporte en el bolsillo y tomado asiento. La señorita Baptistina lo miraba con dulzura. —Sois muy humano, señor cura —continuó di-ciendo—; vos no despreciáis a nadie. Es gran cosa un buen sacerdote. ¿De modo que no tenéis nece-sidad de que os pague? —No —dijo el obispo—, guardad vuestro dinero. ¿Cuánto tenéis? ¿No me habéis dicho que ciento nueve francos? —Y quince sueldos —añadió el hombre. —Ciento nueve francos y quince sueldos. ¿Y cuánto tiempo os ha costado ganar ese dinero? —¡Diecinueve años! El obispo suspiró profundamente. El hombre prosiguió: Todavía tengo todo mi dinero. En cuatro días no he gastado más que veinticinco sueldos, que gané ayudando a descargar unos carros en Grasse. El obispo se levantó a cerrar la puerta, que había quedado completamente abierta. La señora Magloire volvió, con un cubierto que puso en la mesa. —Señora Magloire —dijo el obispo—, poned ese cubierto lo más cerca posible de la chimenea. —Y se volvió hacia el huésped—: El viento de la noche es muy crudo en los Alpes. ¿Tenéis frío, caballero? Cada vez que pronunciaba la palabra caballe-ro con voz dulcemente grave, se iluminaba la fisonomía del huésped. Llamar caballero a un pre-sidiario, es dar un vaso de agua a un náufrago de la Medusa. La 23
ignominia está sedienta de conside-ración. —Esta luz alumbra muy poco —prosiguió el obispo. La señora Magloire lo oyó; tomó de la chime-nea del cuarto de Su Ilustrísima los dos candela-bros de plaza, y los puso encendidos en la mesa. —Señor cura —dijo el hombre—, sois bueno; no me despreciáis, me recibís en vuestra casa. Encen-déis las velas para mí. Y sin embargo, no os he ocultado de donde vengo, y que soy un misera-ble. El obispo, que estaba sentado a su lado, le tocó suavemente la mano: —No tenéis que decirme quien sois. Esta no es mi casa, es la casa de Jesucristo. Esa puerta no pregunta al que entra por ella si tiene un nombre, sino si time algún dolor. Padecéis; tenéis hambre y sed; pues sed bien venido. No melo agradezcáis; no me digáis que os recibo en mi casa. Aquí no está en su casa más que el que necesita asilo. Vos que pasáis por aquí, estáis en vuestra casa más que en la mía. Todo lo que hay aquí es vuestro. ¿Para qué necesito saber vuestro nombre? Además, tenéis un nombre que antes que me lo dijeseis ya lo sabía. El hombre abrió sus ojos asombrado. —¿De veras? ¿Sabíais cómo me llamo? —Sí —respondió el obispo—, ¡os llamáis mi her-mano! —¡Ah, señor cura! —exclamó el viajero—. Antes de entrar aquí tenía mucha hambre; pero sois tan bueno, que ahora no sé lo que tengo. El hambre se me ha pasado. El obispo lo miró y le dijo: —¿Habéis padecido mucho? —¡Mucho! ¡La chaqueta roja, la cadena al pie, una tarima para dormir, el calor, el frío, el trabajo, los apaleos, la doble cadena por nada, el calabo-zo por una palabra, y, aun enfermo en la cama, la cadena! ¡Los perros, los perros son más felices! ¡Diecinueve años! Ahora tengo cuarenta y seis, y un pasaporte amarillo. 24
—Sí —replicó el obispo—, salís de un lugar de tristeza. Pero sabed que hay más alegría en el cielo por las lágrimas de un pecador arrepentido, que por la blanca vestidura de cien justos. Si salís de ese lugar de dolores con pensamientos de odio y de cólera contra los hombres, seréis digno de lástima; pero si salís con pensamientos de caridad, de dulzura y de paz, valdréis más que todos noso-tros. Mientras tanto la señora Magloire había servi-do la cena; una sopa hecha con agua, aceite, pan y sal; un poco de tocino, un pedazo de carnero, higos, un queso fresco, y un gran pan de centeno. A la comida ordinaria del obispo había añadido una botella de vino añejo de Mauves. La fisonomía del obispo tomó de repente la expresión de dulzura propia de las personas hos-pitalarias: —A la mesa —dijo con viveza, según acostum-braba cuando cenaba con algún forastero; a hizo sentar al hombre a su derecha. La señorita Baptis-tina, tranquila y naturalmente, tomó asiento a su izquierda. El obispo bendijo la mesa, y después sirvió la sopa según su costumbre. El hombre empezó a comer ávidamente. —Me parece que falta algo en la mesa —dijo el obispo de repente. La señora Magloire no había puesto más que los tres cubiertos absolutamente necesarios. Pero era costumbre de la casa, cuando el obispo tenía algún convidado, poner en la mesa los seis cubier-tos de plata. Esta graciosa ostentación de lujo era casi una niñería simpática en aquella casa tranquila y severa, que elevaba la pobreza hasta la dignidad. La señora Magloire comprendió la observa-ción, salió sin decir una palabra, y un momento después los tres cubiertos pedidos por el obispo lucían en el mantel, colocados simétricamente ante cada uno de los tres comensales. Al fin de la cena, monseñor Bienvenido dio las buenas noches a su hermana, cogió uno de los dos candeleros de plata que había sobre la mesa, dio el otro a su huésped y le dijo: —Caballero, voy a enseñaros vuestro cuarto. 25
El hombre lo siguió. En el momento en que atravesaban el dormi-torio del obispo, la señora Magloire cerraba el armario de la plata que estaba a la cabecera de la cama. Lo hacía cada noche antes de acostarse. El obispo instaló a su huésped en la alcoba. Una cama blanca y limpia lo esperaba. El hombre puso la luz sobre una mesita. —Bien —dijo el obispo—, que paséis buena no-che. Mañana temprano, antes de partir, tomaréis una taza de leche de nuestras vacas, bien caliente. —Gracias, señor cura —dijo el hombre. Pero apenas hubo pronunciado estas palabras de paz, súbitamente, sin transición alguna, hizo un movimiento extraño, que hubiera helado de espanto a las dos santas mujeres si hubieran esta-do presente. Se volvió bruscamente hacia el an-ciano, cruzó los brazos, y fijando en él una mira-da salvaje, exclamó con voz ronca: —¡Ah! ¡De modo que me alojáis en vuestra casa y tan cerca de vos! Calló un momento, y añadió con una sonrisa que tenía algo de monstruosa: —¿Habéis reflexionado bien? ¿Quién os ha di-cho que no soy un asesino? El obispo respondió: —Ese es problema de Dios. Después, con toda gravedad, bendijo con los dedos de la mano derecha a su huésped, que ni aun dobló la cabeza, y sin volver la vista atrás entró en su dormitorio. Hizo una breve oración, y un momento des-pués estaba en su jardín, donde se paseó medi-tabundo, contemplando con el alma y con el pen-samiento los grandes misterios que Dios descubre por la noche a los ojos que permanecen abiertos. En cuanto al hombre, estaba tan cansado que ni aprovechó aquellas blancas sábanas. Apagó la luz soplando con la nariz como acostumbran 26
los presidarios, se dejó caer vestido en la cama, y se quedó profundamente dormido. Era medianoche cuando el obispo volvió del jardín a su cuarto. Algunos minutos después, todos dormían en aquella casa. IV. Jean Valjean Jean Valjean pertenecía a una humilde familia de Brie. No había aprendido a leer en su infancia; y cuando fue hombre, tomó el oficio de su padre, podador en Faverolles. Su padre se llamaba igual-mente Jean Valjean o Vlajean, una contracción probablemente de \"voilà Jean\": ahí está Jean. Su carácter era pensativo, aunque no triste, propio de las almas afectuosas. Perdió de muy corta edad a su padre y a su madre. Se encontró sin más familia que una hermana mayor que él, viuda y con siete hijos. El marido murió cuando el mayor de los siete hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir vein-ticinco. Reemplazó al padre, y mantuvo a su her-mana y los niños. Lo hizo sencillamente, como un deber, y aun con cierta rudeza. Su juventud se desperdiciaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca se le conoció novia; no había tenido tiempo para enamorarse. Por la noche volvía cansado a la casa y comía su sopa sin decir una palabra. Mientras comía, su hermana a menudo le sacaba de su plato lo mejor de la comida, el pedazo de carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para dárselo a alguno de sus hijos. El, sin dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en la sopa, con sus largos cabellos esparcidos alrededor del plato, parecía que nada observaba; y la dejaba hacer. Aquella familia era un triste grupo que la mi-seria fue oprimiendo poco a poco. Llegó un in-vierno muy crudo; Jean no tuvo trabajo. La familia careció de pan. ¡Ni un bocado de pan y siete niños! Un domingo por la noche Maubert Isabeau, panadero de la plaza de la Iglesia, se disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la puerta y en la vidriera de su tienda. Acudió, y llegó a tiempo de ver pasar un brazo a través del agujero hecho en la vidriera por un puñetazo. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió apre-suradamente; el ladrón huyó a todo correr pero Isabeau corrió también y lo detuvo. El ladrón ha-bía tirado 27
el pan, pero tenía aún el brazo ensan-grentado. Era Jean Valjean. Esto ocurrió en 1795. Jean Valjean fue acusado ante los tribunales de aquel tiempo como autor de un robo con fractura, de noche, y en casa habita-da. Tenía en su casa un fusil y era un eximio tirador y aficionado a la caza furtiva, y esto lo perjudicó. Fue declarado culpable. Las palabras del códi-go eran terminantes. Hay en nuestra civilización momentos terribles, y son precisamente aquellos en que la ley penal pronuncia una condena. ¡Ins-tante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pen-sante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de presidio. Un antiguo carcelero de la prisión recuerda aún perfectamente a este desgraciado, cuya cade-na se remachó en la extremidad del patio. Estaba sentado en el suelo como todos los demás. Parecía que no comprendía nada de su posición sino que era horrible. Pero es probable que descubrie-se, a través de las vagas ideas de un hombre com-pletamente ignorante, que había en su pena algo excesivo. Mientras que a grandes martillazos rema-chaban detrás de él la bala de su cadena, lloraba; las lágrimas lo ahogaban, le impedían hablar, y solamente de rato en rato exclamaba: \"Yo era po-dador en Faverolles\". Después sollozando y alzan-do su mano derecha, y bajándola gradualmente siete veces, como si tocase sucesivamente siete ca-bezas a desigual altura, quería indicar que lo que había hecho fue para alimentar a siete criaturas. Por fin partió para Tolón, donde llegó des-pués de un viaje de veintisiete días, en una carre-ta y con la cadena al cuello. En Tolón fue vestido con la chaqueta roja; y entonces se borró todo lo que había sido en su vida, hasta su nombre, por-que desde entonces ya no fue Jean Valjean, sino el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños? Pero, ¿a quién le importa? La historia es siempre la misma. Esos pobres seres, esas criaturas de Dios, sin apoyo alguno, sin guía, sin asilo, quedaron a merced de la casua-lidad. ¿Qué más se ha de saber? Se fueron cada uno por su lado, y se sumergieron poco a poco en esa fría bruma en que se sepultan los destinos solitarios. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó hablar una sola vez de su hermana. Al fin del cuarto año de prisión, recibió noticias por no sé qué conducto. Alguien que los había conocido en su pueblo había visto a su hermana: estaba en París. Vivía en un miserable 28
callejón, cerca de San Sulpicio, y tenía consigo sólo al menor de los niños. Esto fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Nada supo después. A fines de ese mismo cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus camaradas lo ayudaron como suele hacerse en aquella triste mansión, y se evadió. Anduvo errante dos días en libertad por el campo, si es ser libre estar perseguido, volver la cabeza a cada instante y al menor ruido, tener miedo de todo, del sendero, de los árboles, del sueño. En la noche del segundo día fue apre-sado. No había comido ni dormido hacía treinta seis horas. El tribunal lo condenó por este delito a un recargo de tres años. Al sexto año le tocó también el turno para la evasión; por la noche la ronda le encontró oculto bajo la quilla de un buque en construcción; hizo resistencia a los guar-dias que lo cogieron: evasión y rebelión. Este hecho, previsto por el código especial, fue casti-gado con un recargo de cinco años, dos de ellos de doble cadena. Al décimo le llegó otra vez su turno, y lo aprovechó; pero no salió mejor libra-do. Tres años más por esta nueva tentativa. En fin, el año decimotercero, intentó de nuevo su eva-sión, y fue cogido a las cuatro horas. Tres años más por estas cuatro horas: total diecinueve años. En octubre de 1815 salió en libertad: había entra-do al presidio en 1796 por haber roto un vidrio y haber tomado un pan. Jean Valjean entró al presidio sollozando y tembloroso; salió impasible. Entró desesperado; salió taciturno. ¿Qué había pasado en su alma? V. El interior de la desesperación Tratemos de explicarlo. Es preciso que la sociedad se fije en estas cosas, puesto que ella es su causa. Jean era, como hemos dicho, un ignorante; pero no era un imbécil. La luz natural brillaba en su interior; y la desgracia, que tiene también su claridad, aumentó la poca que había en aquel espíritu. Bajo la influencia del látigo, de la cadena, del calabozo, del trabajo bajo el ardiente sol del presidio, en el lecho de tablas, el presidiario se encerró en su conciencia, y reflexionó. Se constituyó en tribunal. Principió por juzgarse a sí mismo. Reconoció que no era un inocente castigado injustamente. Confesó que había 29
cometido una acción mala, culpable; que quizá no le habrían negado el pan si lo hubiese pedido; que en todo caso hubiera sido mejor esperar para conseguirlo de la piedad o del trabajo; que no es una razón el decir: ¿se puede esperar cuando se padece ham-bre? Que es muy raro el caso que un hombre muera literalmente de hambre; que debió haber tenido paciencia; que eso hubiera sido mejor para sus pobres niños; que había sido un acto de locu-ra en él, desgraciado criminal, coger violentamen-te a la sociedad entera por el cuello, y figurarse que se puede salir de la miseria por medio del robo; que es siempre una mala puerta para salir de la miseria la que da entrada a la infamia; y, en fin, que había obrado mal. Después se preguntó si era el único que había obrado mal en tal fatal historia; si no era una cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo; que él, laborioso, careciese de pan; si, después de cometida y confesada la falta, el castigo no había sido feroz y extremado; si no había más abuso por parte de la ley en la pena que por parte del culpado en la culpa; si el recargo de la pena no era el olvido del delito, y no producía por resultado el cambio completo de la situación, reempla-zando la falta del delincuente con el exceso de la represión, transformando al culpado en víctima, y al deudor en acreedor, poniendo definitivamente el derecho de parte del mismo que lo había viola-do; si esta pena, complicada por recargos sucesi-vos por las tentativas de evasión, no concluía por ser una especie de atentado del fuerte contra el débil, un crimen de la sociedad contra el indivi-duo; un crimen que empezaba todos los días; un crimen que se cometía continuamente por espacio de diecinueve años. Se preguntó si la sociedad humana podía te-ner el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros, en un caso su imprevisión irracional, y en otro su impía previsión; y de apoderarse para siempre de un hombre entre una falta y un exce-so; falta de trabajo, exceso de castigo. Se preguntó si era justo que la sociedad trata-se así precisamente a aquellos de sus miembros peor dotados en la repartición casual de los bie-nes y, por lo tanto, a los miserables más dignos de consideración. Presentadas y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad y la condenó. La condenó a su odio. La hizo responsable de su suerte, y se dijo que no dudaría quizá en pedirle 30
cuentas algún día. Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había causado y el que había recibido; concluyendo, por fin, que su castigo no era ciertamente una injusticia, pero era segura-mente una iniquidad. Los hombres no lo habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto con ellos había sido una herida. Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su hermana, nunca había encontrado una voz amiga, una mirada benévola. Así, de padecimiento en padecimiento, llegó a la convicción de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él era el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el presidio, y llevarlo consigo a su salida. Había en Tolón una escuela para presidarios, en la cual se enseñaba lo más necesario a los desgraciados que tenían buena voluntad. Jean fue del número de los hombres de buena voluntad. Empezó a ir a la escuela a los cuarenta años, y aprendió a leer, a escribir y a contar. Pensó que fortalecer su inteligencia era fortalecer su odio; porque en ciertos casos la instrucción y la luz pueden servir de auxiliares al mal. Digamos ahora una cosa triste: Jean, después de juzgar a la sociedad que había hecho su des-gracia, juzgó a la Providencia que había hecho la sociedad, y la condenó también. Así, durante estos diecinueve años de tortura y de esclavitud, su alma se elevó y decayó al mismo tiempo. En ella entraron la luz por un lado y las tinieblas por otro. Jean Valjean no tenía, como se ha visto, una naturaleza malvada. Aún era bueno cuando entró en el presidio. Allí condenó a la sociedad y supo que se hacía malo; condenó a la Providencia, y supo que se hacía impío. ¿Puede la naturaleza humana transformarse así completamente? Al hombre, creado bueno por Dios, ¿puede hacerlo malo el hombre? ¿Puede el destino modificar el alma completamente, y hacerla mala porque es malo el destino? ¿No hay en toda alma humana, no había en el alma de Jean Valjean en particular, una primera chispa, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien puede desarrollar, encender, pu-rificar, hacer brillar esplendorosamente, y que el mal no puede nunca apagar del todo? 31
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